La fuerza del adoctrinamiento.

      Krishna, uno de los Avatares de Visnú, era un ser muy peculiar. Tenía el don de enamorar a todas las personas que se cruzaban en su camino. Hombres y mujeres por igual.  Los hombres, que sentían que no podían ceder a ese impulso amoroso, se suicidaban con la esperanza de reencarnarse en mujer y formar parte de sus seguidoras.

Esta bonita historia de la mitología hindú, que me he permitido narrar con cierta inexactitud, encierra una interpretación  que me gustaría señalar.

Hay dos fuerzas de inmenso poder en el ser humano:

La primera es la fuerza del enamoramiento: Pasión vital, de leyes misteriosas que no entiende de sexos.

La segunda, igual o a veces más fuerte, la de nuestro condicionamiento, fruto del adoctrinamiento y la socialización en un contexto cultural e histórico.

Volvamos a la historia:

Vamos a imaginarnos a un hombre, heterosexual y de convicciones religiosas muy arraigadas (una religión patriarcal en una sociedad moldeada por ella). De pronto, se cruza en su vida otro hombre y… ¡Se enamora de él!. ¿Qué pasará por su mente?…

Empezará negándolo pero cuando la fuerza del enamoramiento crezca (lo que suele pasar cuando negamos nuestras pasiones), optará por darse una salida que no rompa con sus condicionamientos… en el caso de esta historia, suicidarse y confiar en la veracidad de sus creencias.

Una historia antigua pero muy actual.

Vemos constantemente como no queremos renunciar a nuestros principios, aunque la vida en su tozudez constantemente los ponga en cuestión.

Preferimos morir, aunque sea una muerte simbólica. Morir a nuevos descubrimientos, a otras maneras de vivir, a saborear el misterio y la aventura. Preferimos seguir en la comodidad de nuestra «muralla ideológica» aún sabiendo que no se puede permanecer ignorante intencionalmente.

Preferimos cerrarnos en unos presupuestos que no nos dejan escuchar y lo que es peor, escucharnos.

Preferimos la rigidez, que es sinónimo de muerte.

Preferimos dejar de sentir. Porque las emociones son una fuerza incontrolable y siempre amenazadora. Una fuerza empeñada en golpear nuestro edificio ideológico, mucho  menos sólido de lo que pensamos.

Pero afortunadamente vivimos en una época privilegiada. Con un mayor acceso a la cultura, podemos permitirnos el dudar, relativizar y trascender cualquier ideología. No es un acto exclusivo de eruditos o visionarios, como antaño.

Lo único que hace falta es valor. El valor de caer y levantarse. De morir y renacer como  «Ave Fénix» las veces que haga falta .

 

 

 

 

 

 

Jugar a la filosofía

Me voy a permitir por una temporada coger una tangente del tema educativo para plantearme preguntas más amplias y universales.

A jugar un poco a la filosofía. A pensar e invitar a pensar. Sin aleccionar ni adoctrinar. Sin resolver nada… pues no es ese el cometido de este juego: sino a crear contradicciones, plantear preguntas y ver desde otros ángulos. En mi opinión, un apasionante juego. Pero sobre todo, sólo un juego.

Juego de dejar atrás nuestros condicionamientos (si realmente se puede) y volver a mirar los interrogantes de siempre.

Juego de la provocación. Con el ánimo de agitar  más que de ofender.

Sigo pensando que sin filosofía no hay educación.

Todo presupuesto pedagógico echa sus raíces en postulados filosóficos, al margen de que los conozcamos o no.

Hasta la forma que tenemos de pensar y ver el mundo se enraíza en unos cuantos años (cientos) de historia de la filosofía.

El que los docentes nos atrevamos a jugar a la filosofía, me parece de vital importancia para esclarecer la mayoría de los «comandos educativos» que de forma, más o menos consciente, aplicamos.

Además, animamos a nuestro alumnado a entrar en este apasionante juego. Contribuimos a hacer «librepensadores», a compensar de alguna manera la carga «adoctrinadora» que sin darnos cuenta les imponemos.

Pensar y sentir, si realmente están separados, deberían ser el centro de la educación.

Espero que esta nueva dirección que va a tomar el blog tenga muchos jugadores.

Mindfullnes, el postureo del «vivir el ahora»

No voy a tratar un tema directo sobre educación, pero siento la necesidad de opinar sobre algo muy de moda y que está irrumpiendo en las escuelas.

Se trata del mindfullness.

Inspirado en tradiciones orientales, propone que la atención plena en el presente, es la llave para mejorar nuestra educación. Usa como herramientas técnicas de meditación inspiradas en el budismo Zen. Esta superficial explicación nos da una idea de lo que hay detrás de este término, aunque, algunas personas lo usarán de manera más global.

Aunque es un término muy reciente, muchas personas, entre las que me incluyo, llevamos muchos años investigando y practicando dentro de estos paradigmas orientales (unos a través de las artes marciales, como en mi caso, otros a través del yoga…) y asistimos con cierto asombro y desconcierto a esta moda que parece que pretende asimilar aspectos de una cultura exótica a nuestros modelos de siempre.

A pocos practicantes serios de estas disciplinas, se les ocurrió antes el introducir de forma tan explícita ejercicios de meditación en el aula. Las razones eran obvias: El contexto donde se irían a aplicar, la verdadera complejidad de estas disciplinas y el peligro de que nuestro voraz sistema acabara asimilando a sus propios valores esta forma de ver la vida.

Sin embargo, ahora la meditación es la panacea que lo arregla todo. Se mezclan aspectos tan incoherentes como la meditación en el ahora y la programación de objetivos, que aunque no son en si incompatibles, lo son como proyecto de vida.

Pero sobre todo, vemos como muchas personas, entusiasmadas por los resultados iniciales de sus prácticas y alentados por los estudios de psicología positiva, se embarcan a introducirlo en la escuela como si de una corriente nueva y revolucionaria se tratara.

Este entusiasmo es normal. Todos lo hemos sentido al principio.  El hecho de parar, aparcar un rato nuestro frenético ritmo de vida, es positivo. Pero también ocurre si hacemos una relajación, o practicamos un deporte que nos gusta.

Pronto, una vez pasado el entusiasmo y la euforia de los primeros años (quizá sólo meses) de práctica de las técnicas de meditación y el «esfuerzo» por estar en el presente, vemos que no funcionan.

Si, ¡no funcionan!. Seguimos viviendo sin atención plena y además hemos incorporado nuevas rutinas…

Antes de llegar al corazón del asunto, de comprender profundamente la filosofía de vida que soportan estas tradiciones y  sin ni siquiera saber si encajan con nuestra vida, ya estamos haciendo «meditar» a nuestros niños con el propósito de que rindan más.

¿Por qué no funcionan?. ¿Por qué después de muchos años meditando se sigue sin vivir plenamente en el presente?.

Voy a intentar dar alguna idea…

Es cierto que el vivir el presente, sería una situación ideal.

Pero suponemos, desde nuestra perspectiva occidental, que es algo que se logra mediante unas prácticas y esfuerzo constante. Mediante lucha y  «autoconfrontación».

Pero no debería ser algo tan difícil, sino un estado natural de la persona (como dicen las escrituras budistas… la iluminación es el estado natural de la mente).

¿Por qué es tan difícil pues vivir en el ahora?.

Primero pregúntate: ¿para qué quieres vivir plenamente en el presente?.

Puedes responder… para ser más feliz, más eficaz, mejor persona, etc.

Inmediatamente, situamos la plena consciencia como un objetivo para lograr algo. La proyectamos al futuro y lo convertimos en un imposible.

Si haces algo que realmente te gusta, y te hacen la misma pregunta, responderías simplemente ¡para nada, sólo lo disfruto!.

Ahí está la trampa del mindfullness… No hace falta vivir el presente para se más feliz… simplemente, si amas la vida, aprovechas todo el tiempo que tienes para vivirla, aquí y ahora.

Si nos cuesta vivir el ahora (y nos cuesta muchísimo), podemos plantearnos si realmente nos gusta nuestra vida. No que más o menos la sobrellevamos y hay momentos mejores o peores… sino si realmente estamos «enamorados» de ella y no queremos perdernos ni un minuto con todos sus variados sabores.

Si nos cuesta, podemos preguntarnos  ¿qué nos pasa?. ¿Por qué prefiero evadirme que vivir?. ¿Qué hace que no tenga interés por mis emociones, pensamientos, vivencias?. ¿Hay algo cultural o sólo me ocurre a mí?.

Hay, en nuestra forma de ver la vida y en nuestro proceso educativo, muchos condicionantes que nos llevan a no estar realmente interesados por nuestra vida. Enumero sólo algunos:

  • Constante proyección al futuro, en forma de ideales, esperanzas, objetivos… «Seré feliz cuando consiga esto o aquello». «Me querrán cuando sea de determinada manera». «Seré feliz cuando logre la plena consciencia». Igual da si son objetivos materiales que espirituales. De hecho puede que los materiales sean menos peligrosos, pues si los logras puedes llegar a «desencantarte» de ellos.
  • La falta de amor  incondicional.
  • La constante venta de insatisfacción de los medios publicitarios.
  • La imagen social de lo que es una vida emocionante o de éxito.
  • La diferencia entre el «ser» y el «deber ser».
  • El antiguo moralismo (el judeocristiano).
  • El nuevo moralismo (el de la constante felicidad).
  • etc.

¿Es difícil estar atento durante una actividad que te apasiona?.

El meditador serio, llega un momento que se plantea estas preguntas y muchas más e intenta llegar al fondo de su «desamor» vital. No piensa que sentándose a meditar solucione nada. Meditará por mero disfrute y seguramente será una buena herramienta para recuperar ese amor por su vida.

Pero ahora, volvamos a la escuela.

Estamos tratando con niños… Tenemos cierta responsabilidad en su progresivo «desencanto» con la vida.

Un niño no tiene problemas para estar en el presente cuando juega. Somos nosotros los que empezamos a inculcarles el «valor» de prepararse, anticipar, preocuparse, mejorar… Les hacemos competir (cada vez de forma más sutil, pero competición igualmente), establecemos comparaciones (las notas lo son) , usamos métodos conductistas (premios y castigos) para moldear su conducta, usamos también  la culpa como herramienta… Todo este mecanismo utilizado por maestros/as pero sobre todo por las familias y luego asimilado y normalizado por sus iguales.

A esto lo unimos la presión de los medios que potencian la frustración con fines comerciales de forma directa (publicidad) o indirecta (series, películas, animación, que nos dan una visión de lo que es una vida emocionante…).

Y después pretendemos que se «centren» en el ahora copiando algunas técnicas de meditación orientales.

Confundimos meditación con sugestión o una especie de hipnosis: Hacer que te centres en algo que no te interesa.

Hay incluso programas institucionales que pretenden medir la eficacia de estas meditaciones en el rendimiento escolar (como si el bienestar en si mismo no fuera suficiente  si no está supeditado a una mejora del rendimiento).

Si realmente quieres introducir estos principios en el aula, primero deberás replantearte tu propia vida. En el fondo meditar es eso: Replantearte tu vida muchas veces. Luego necesitarás  cambiar de raiz los mecanismos del sistema educativo. Quizá no tenga que notarse con grandes innovaciones. Sólo con empezar a ver la vida de forma «enamorada» ya hay cambios.

Y no hace falta poner a los niños a meditar: ¡Déjales jugar y obsérvalos para aprender de ellos!

 

 

 

 

 

Medios y fines…

Es difícil resistirse, a raíz de los desgraciados sucesos que han acaecido, a analizar la situación, opinar, analizar y dar soluciones. El terrorismo es una lacra que nis afecta a todos. Pero, públicamente, pienso que debo reservarme y dejarlo para los expertos que realmente saben del tema.

Intentaré dar unas pinceladas muy generales sobre la violencia y la educación.  Intentar  desde mi ámbito, aportar alguna idea útil.

No hace falta llegar a los extremos que vemos para darnos cuenta de la violencia, yo diría rabia, que está de forma más o menos latente en nuestra sociedad. Sólo hay que echar un vistazo a los comentarios de las diferentes redes sociales.

Parece que las ideologías, religiones o incluso trivialidades como equipos de fútbol, existen para justificar la expresión de esa rabia.

Muchas veces es así. Buscamos un ideal que encaje con nuestra personalidad y luego lo defendemos contra aquellos que se oponen. Así podemos descargar nuestra furia sobre otros, ahora nuestros enemigos, sin remordimiento alguno…

Así vemos a cristianos contra musulmanes,  antitaurinos contra taurinos, izquierdas contra derechas, etc.

Claro que la causa que defiendes puede ser muy justa… pero el fin nunca justifica los medios.

Y aquí es donde entra la educación.

EL FIN NO JUSTIFICA LOS MEDIOS.

¿Por qué razón?.

Es simple: El fin siempre es una utopía, un sueño, una ilusión. Los medios para lograrlo son la vida misma.

Los fines son discutibles, pues siempre estarán ligados a una visión filosófica que puede cambiar con la historia. Los medios son lo que vivimos y será lo que nos quede.

Los fines muchas veces no se logran y, si se logran, siempre es con matices. Los medios se viven (disfrutan o sufren) siempre.

Son los medios, de duración temporal mayor, los que configuran nuestro carácter.

Sin embargo nuestro sistema educativo (creo que la sociedad en general), está articulada en torno a los fines.

Se educa según objetivos y se valora que contenidos son los más importantes en la formación de una persona.

Pongo un ejemplo claro: Para educar para la paz, usamos la violencia (que si un cachete de vez en cuando, una amenaza, castigo…). Como el fin, la paz, es una utopía y los medios (la violencia) es lo que el niño ha vivido: ¿Se forma así personas pacíficas?.

Otro ejemplo: Pensamos que es importante para un niño ciertos contenidos (de ciencias por ejemplo)… Aplicamos un método conductista lleno de amenazas, premios y castigos (lo que llamamos exámenes). ¿Qué se quedará en el niño, los contenidos o el método?.

No es de extrañar que los conocimientos se olviden y hagamos «expertos» en aprobar exámenes.

La violencia está muy asumida en los métodos educativos.

Ahora de una forma más sutil. Manipulando, obligando, seleccionando, etiquetando, menospreciando, comparando… y esto es lo que nuestros niños aprenden de verdad.

Es muy difícil de detectar, pues lo sufrimos y hemos aprendido a normalizarlo.

Y la violencia genera rabia. Rabia de no poder ser tu mismo. De no ser valorado/a tal y como eres. De que te comparen con otros/as. De que tengas que esforzarte para encajar en un patrón. De no ser merecedor/a de amor sin condiciones…

Luego toda esa rabia contenida, que no podemos descargar sobre aquellas personas que queríamos tanto (y nos querían, pues al igual que nosotros, no lo hacían de forma consciente), buscamos descargarla sobre alguien que «se lo merezca».

Por supuesto, no quiero hacer demagogia… la mayoría de las personas no llegamos a matar por esto.

Los maestros tenemos el deber de pensar sobre este punto. No es tan importante lo que enseñemos sino el como lo hacemos.

Mi deseo es que contribuyamos, de alguna manera, al cambio social que ya se está produciendo. Aunque se tarde varias generaciones, pues es difícil acabar con el sesgo que nosotros mismos cargamos.

 

Homo vacuus

Homo vacuus es el apelativo con el que quiero ahora denominar a la especie humana (y pido la benevolencia de los que saben latín, pues en mi ignorancia seguro que he puesto una barbaridad).

Mi propuesta es porque la característica fundamental del ser humano no es la inteligencia, ni el entusiasmo, ni el amor sino la vagancia. El no hacer nada si no nos empujan, a no preocuparnos ni de sobrevivir. Nacemos vagos y morimos vagos.

¿Qué os parece?.

Dicho así parece algo provocador ¿no?.

Si estáis de acuerdo no hace falta que leáis esta entrada pero ni no lo estáis, podemos pensar un poquito más.

Personalmente no lo creo. Es más, pienso que ningún niño es vago por naturaleza.

Pero si observamos nuestro sistema educativo y profundizamos en nuestros valores tradicionales, veremos que en el fondo todo se articula en torno a este prejuicio.

El trabajo es un medio para conseguir algo, no un valor en sí mismo. Se puede trabajar por unas metas positivas o por unas negativas (la venganza o el rencor también requieren de trabajo).  De hecho, la inteligencia es el medio del que nos valemos para conseguir el mismo resultado con menos esfuerzo (por eso ráramente coinciden en primaria el niño trabajador con el inteligente).

Pero en el fondo no queremos niños inteligentes, ni siquiera trabajadores… sino obedientes.

Planificamos unas metas, objetivos y  contenidos que no tienen ninguna significación para el niño y luego usamos métodos conductistas (alejados siempre de la naturaleza de lo que queremos que aprendan) para que trabajen… Si no funcionan, o cargamos la culpa en la poca contundencia del método (es que ya no se castiga, se refuerzan otras cosas, etc.) o simplemente, se etiqueta al niño/a de vago/a.

Y si se usan métodos conductistas desde pequeños, es que damos por supuesto que el aprender no está en la naturaleza del niño… Debemos castigar y/o reforzar las conductas para que aprenda. Y por supuesto, lo más precoz posible no sea que acabe siendo un vago, que no aprenda ni lo básico para desenvolverse en esta sociedad. O incluso que sea mala persona (hay que inculcar valores, religión, etc). Y a lo largo de su niñez, ¡no nos relajemos! , que ya sabemos lo de «la naturaleza vaga del ser humano».

¿Veis a dónde quiero llegar?.

Nuestros valores tradicionales se sustentan en la desconfianza en el ser humano. 

Luego de mayores, sí que muchos acaban siendo vagos: O bien porque ya es una marca en su identidad personal o porque han aprendido a posponer lo que realmente les importa en beneficio de unas obligaciones impuestas o autoimpuestas (básicamente, eso se nos enseña desde pequeños).

No pretendo convencer a nadie. Sólo unos momentos de reflexión.

De hecho este artículo no pretende dar soluciones prácticas (de hecho no las da).

Sólamente quiero incidir que un verdadero cambio en el paradigma educativo pasará por una toma de conciencia de lo que hacemos en realidad y del análisis crítico de los valores que la sustentan. De no dar nada por hecho y atrevernos a cuestionar lo que hacemos o pensamos aunque esté detrás cientos de años de tradición.

Libertad y compromiso.

¿Qué es la libertad?.

¿Tiene límites?.

¿Nacemos libres o esa libertad se nos va dando a modo de premios o conquistas mientras crecemos?.

¿Qué relación hay entre compromiso y libertad?.

Este tipo de preguntas son las que podemos hacer en una clase de «filosofía» con mis alumnos.

Antes aclaro que la filosofía como asignatura, no existe en Primaria. Es una licencia que me otorgo en mi forma de ver la educación. Pensar, cuestionar, hacer preguntas y ver su lado lúdico debe ser componente esencial del proceso educativo. Los profesores, tenemos espacios, si realmente creemos que es prioritario, para esto (si no lo priorizas, hay contenidos más que suficientes para que acabe en el armario de las ideas sin implementar).

Era una tarde. Tenía solo dos alumnos en esa clase y decidí que iríamos a la terraza del bar del pueblo a hablar de filosofía. Una semana antes habíamos elegido el tema para que lo comentaran en sus casas y tuvieran algo con lo que «arrancar». Pero lo que me interasaba eran sus reflexiones, no la de los adultos.El tema era «la libertad».

Empezaron hablando de la situación internacional respecto a las libertades fundamentales, de los límites de la libertad en el trato con los demás… pero cuando se les acabaron los argumentos empezó lo bueno.

– «Libertad es hacer lo que te de la gana». dijo uno de ellos.

Enorme muestra de interés y sinceridad… A partir de aquí, ya podíamos hablar.

Llegamos a conclusiones interesantes:

– Somos todos libres desde que nacemos.

– La libertad y las consecuencias de nuestros actos son asuntos distintos (a veces después de unas decisiones libres hay que hacer frente a unas consecuencias… pero eso no nos hace menos libres).

– A veces renunciamos a libertades (porque ser libre sí es hacer lo que queramos) para tener una convivencia armoniosa donde no atentemos contra las libertades de otros.

– Otras veces, renunciamos también a libertades o grados de libertad en nombre de un objetivo o algo que nos aporta algún tipo de recompensa. A eso lo llamamos compromiso. Es muy importante, pues, que los compromisos sean conscientes y voluntarios, ya que la renuncia es dura.

Me parecen ideas muy interesantes.  Proceden de niñas/as de diez años.

Estas ideas caerán en el olvido, pero la verdadera intención de la clase está sobradamente lograda: Pasarlo bien hablando de temas de la filosofía universal.

 

¿Miedo o confianza?.

Escribo esta entrada como mi respuesta personal a una pregunta, casi retórica, de una madre sobre otras maneras de ver la educación.

Afirmaba, de forma casi literal:

«Me parece muy bien estos planteamientos, pero luego, cuando lleguen al instituto, de métodos conservadores, el batacazo será aún mayor».

Esta pregunta retórica, hunde sus raíces en dos formas de ver la vida y no solo la educación.

La vida se puede vivir con miedo. Constantemente preparándonos para un futuro incierto. Todo el esfuerzo que hagamos, estará proyectado al futuro. El tiempo ya no es vida, es un recurso más dentro de unos planes.  Lo principal es evitar «batacazos». Lo malo que hay «batacazos» académicos, laborales, amorosos, vitales, económicos, domésticos… Y muchos imprevisibles.

La frase que resume la educación desde esta perspectiva es:

«Me preparo para»

Pero también se puede vivir con confianza. Viviendo las infinitas oportunidades de aprendizaje que el presente  otorga. Habilidades como escuchar o sentir son incompatibles con el prepararse, puesto que dicha preparación responde a una programación (formal o informal, eso no importa) que nos ciega de las oportunidades que el momento ofrece. . La frase sería:

«Vivo y aprendo de las infinitas posibilidades que el momento me ofrece».

El discurso cambia.

Yo le diría a esa madre  desde esta perspectiva:

No hay «batacazo» que evitar. Lo más seguro es que se lo de, como se dará muchísimos en la vida. Pero confía en que saldrá adelante fortalecido y le servirá para ser más sabio.

No nos podemos preparar para la vida porque ya estamos en ella. Hay que vivirla.